En general las revoluciones nunca se les hacen a los gobernantes realmente autoritarios e intransigentes, sino a sus sucesores más débiles y menos intimidatorios: no a Luis XIV sino a Luis XVI, por decir algo. También hay muchos más candidatos para enfrentarse a los gobiernos democráticos que para rebelarse contra las dictaduras. A Franco, que fondeaba su yate ‘Azor’ en plena bahía de La Concha durante semanas y se paseaba por San Sebastián con menos medidas de seguridad de las que necesitarían el Rey o Rajoy para hacer el mismo recorrido, no solían hacerle algaradas ni escraches, aunque motivos no hubieran faltado. Por supuesto, el clima levantisco y disconforme que reina en las democracias –frente a la placidez letal de las dictaduras– es un activo político y social a su favor. Ya el viejo Montesquieu advirtió que si acercamos el oído a un país y no se percibe ni el vuelo de una mosca seguro que se trata de una tiranía, mientras que si se escuchan gritos indignados, polémicas y voces escandalizadas de descontento seguramente estamos ante una nación libre.
De modo que solo cabe felicitarse de que los ciudadanos aprovechen las garantías que les brindan las instituciones democráticas para expresar sus reivindicaciones y sus quejas, aunque ello ponga de los nervios a quienes siempre y en toda ocasión ponen el orden por encima de la justicia o de la simple libertad de participación política. Y no se les puede reprochar a los protestones que no hicieran lo mismo en épocas dictatoriales, porque precisamente queremos democracia para poder hacer lo que estaba prohibido con graves penas y serias amenazas personales cuando no la había. Lo malo, sin embargo, comienza cuando los disconformes que quieren hacerse oír se empeñan en manifestar su desacuerdo transgrediendo las normas de la propia democracia y sobre todo empeñándose en descalificarla como si fuese en el fondo la peor de las dictaduras, aunque, eso sí, astutamente disimulada. Una cosa es que protesten o reclamen en democracia quienes no se hubieran atrevido a tanto en una dictadura y otra que para hacerse los héroes o cargarse de unas razones que muchos les discuten pretendan convertir en dictadura lo que no lo es. Porque quienes hemos padecido una dictadura y vivido en democracia (y hemos protestado en la calle contra ambas, por cierto) conocemos perfectamente la diferencia.
Hace ya bastantes años, uno de los filósofos alemanes contemporáneos más interesantes, el escéptico e irónico Odo Marquard, caracterizó el fenómeno que lleva a rebelarse contra la democracia con los aspavientos y altisonancias de quien se enfrenta a una terrible dictadura (en su caso, los que empleaban contra la República Federal Alemana todos aquellos dicterios que callaron bajo el nazismo o silenciaban frente a la Alemania del Este) como desobediencia retrospectiva. Y señalaba agudamente que «con la resistencia a la no-tiranía se pretende suplir la no-resistencia a la tiranía». Actualizado, es un fenómeno que conocemos bien en la España de hoy. No sólo porque algunos que no movieron ni un dedo contra el franquismo o incluso disfrutaron de prebendas y alcanzaron condecoraciones con ese régimen se han convertido ahora en sublevados radicales contra el Gobierno democrático, sino también porque algunos –sean intelectuales o de menor intelecto– que no sólo no apoyaron sino que vieron como indebida crispación las protestas más tumultuosas ante los ejecutivos poco beligerantes contra el brazo político de los terroristas de ETA o contra los partidos separatistas ahora se muestran sumamente comprensivos con quienes emplean métodos aún más excesivos contra los políticos gubernamentales por razones mejor o peor fundadas, pero sin duda no de mayor alcance político o social.
De modo que hoy puede llamarse impunemente ‘criminal’ o ‘fascista’ a quien favorece políticas discutibles, que quizá lesionen algunos derechos y debieran ser enmendadas o mejoradas de acuerdo con los cauces legales que existen para ello, mientras que los mismos que emplean esas tremendas descalificaciones se han guardado muy mucho de emplearlas contra los que efectivamente asesinaron a otros, justificaron o ‘contextualizaron’ esos crímenes y aún guardan silencio ante comportamientos políticos y sociales que se parecen al fascismo populista o al bolchevismo totalitario, que no es mejor, como una gota de agua a otra. Los muchos defectos y abusos que se dan en las democracias (y que se deben precisamente a las pasiones o torpezas de quienes viven libremente en ellas) son vistos como desafíos todavía peores que los sistemas tiránicos, sobre todo si el capricho del tirano sabe travestirse de ideal justiciero. En nuestro país, las leyes son vistas como formas de violencia comparables a cualquier otra coacción ilegal: quien las trasgrede considera que sus motivos personales son tan válidos como los acuerdos colectivos de quienes pretenden hacerlas cumplir. Naturalmente, procura que esa transgresión le salga gratis porque si no…¡vaya democracia que tenemos! Cuando desobedecen a las autoridades actuales, en su imaginación se están enfrentando retrospectivamente a Franco, a Hitler o si me apuran un poco a Calígula. Y además con la ventaja de que su audaz batalla contra la tiranía puede hasta salirles gratis, con un poco de suerte y una ayudita de los biempensantes…
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