(... aunque el autor tenga toda la razón)
¡Basta ya!
Durante los años de la burbuja, nuestra sociedad aceptó un trueque peligroso: a cambio de enormes ganancias (aparentes) en prosperidad, los españoles cerrábamos los ojos a la corrupción generalizada.
El contubernio entre muchas cajas, constructores, y administraciones locales y autonómicas conseguía dar empleo a muchos trabajadores sin cualificar y pagar inversiones grandiosas en infraestructuras.
Crecíamos más deprisa que Estados Unidos o que el resto de Europa,¿de qué quejarse? A cambio, si los políticos se enriquecían más de la cuenta o colocaban a sus familiares, amigos y conocidos por doquier, con total impunidad, los españoles preferíamos mirar a otro lado.
El momento actual, con la confluencia de escándalos en los partidos políticos que gobiernan en España, en Cataluña y en otras regiones, debe ser el nuevo ¡basta ya!, el punto más bajo a partir del cual la sociedad decide no aceptar conductas inaceptables.
Y no nos engañemos. Las conductas son, sin duda, inaceptables. Si medimos los escándalos actuales (Millet, Gürtel, Bárcenas) por el daño que hacen a España, en un momento de máxima vulnerabilidad, no puede haber habido escándalos peores.
España no era Grecia. Ahora, la imagen de modernidad, tan trabajosamente adquirida, ha saltado en pedazos. La pérdida de confianza amenaza con tener graves consecuencias internas y externas.
El impacto interno clave es la deslegitimación de la acción del Gobierno.En España queda mucho por hacer, en la formación de los parados, en universidades, en servicios profesionales, en sanidad, etcétera.
El Gobierno, dolorosamente falto de mínimos conocimientos técnicos en áreas clave como Sanidad, Trabajo o Seguridad Social, ya tenía enormes problemas para desarrollar planes y explicar sus acciones por una pura cuestión de capacidad y liderazgo. Ahora, encima, el problema de credibilidad se agrava cuando muchos españoles dudan también de su buena voluntad.
En una situación de vida o muerte para España, esta debilidad es peligrosa. El impacto sobre nuestros inversores no lo es menos. Ahora mismo, los contribuyentes españoles deberán pagar un 17% más que hace un mes por la deuda emitida a tres años el jueves pasado (el tipo ofrecido subió del 2,4% al 2,8%). Tras cinco años de interminable crisis, los analistas empezaban a recomendar España. Ahora, entre los escándalos y la independencia de Cataluña, sus notas hablan de "incertidumbre política" y se preguntan si el Gobierno puede gobernar y cuánto puede durar.
Los inversores que quieran contribuir a la recuperación económica y a la creación de empleo en España tienen ahora que imaginar las consecuencias de una incertidumbre que no entienden. Y esto cuando España sigue teniendo necesidades enormes de financiación, con una posición de endeudamiento neta de la economía en su conjunto (sector público y privado agregados) en el 90% del PIB y una deuda bruta del Estado en el 100% del PIB.
En definitiva, dependemos aún de la buena voluntad de extraños que desconocen todo sobre España. Finalmente, el impacto sobre nuestros socios es indudable. El rescate blando es cada vez menos posible. Perdida la confianza en la capacidad de España para gobernarse a sí misma, si necesitamos rescate, va a tener que ser a la griega.
España no puede dejar pasar este momento sin cambiar. Cuando el 13 de julio de 1997, ETA cometió su mayor vileza, asesinando a Miguel Ángel Blanco, los españoles se tiraron a la calle gritando ¡basta ya! Ese día fue el principio del fin de ETA. Igualmente, este momento de duda, de vergüenza, de enfado, debe ser la semilla de la España que puede ser.
¿Qué hacer? El presidente Rajoy debe mirar a los españoles a la cara, y reconocer que España tiene un problema estructural con sus instituciones. Señor presidente, contrariamente a lo que quizás le gustaría pretender, no son ya un montón de manzanas podridas. Hay problemas serios que empiezan por la administración de justicia, continúan con las administraciones locales y autonómicas y terminan por el sistema político en su conjunto. Aproveche la oportunidad para tratar la raíz del problema.
Por suerte, tras varios años de debate, la sociedad civil tiene un diagnóstico claro. La sociedad civil ya ha entendido que las instituciones, el imperio de la ley, la seguridad jurídica, no son sólo necesarias por pura higiene democrática, sino que también son cruciales para el crecimiento económico. Ya entiende que el que paga por la prosperidad aceptando indecencia, termina sin prosperidad y sin decencia.
La sociedad civil ha entendido también que sin facilitar la competencia desde fuera en la política, sin primarias abiertas, sin democracia interna en los partidos, sin profesionalización de los cargos técnicos de todas las administraciones—sólo los dos o tres máximos responsables deben depender del resultado de las elecciones locales, no toda la caterva de asesores, afiliados, simpatizantes, y amigos— será imposible tener administraciones con la capacidad técnica, la independencia de criterio, y la fibra moral para tomar las decisiones necesarias.
Igualmente, la sociedad entiende que la administración de Justicia es, a pesar del enorme trabajo de unos pocos, una enorme lacra para el país. No es cuestión de medios, sino, como en todo el sector público español, desde colegios a hospitales, de imponer la rendición de cuentas y gestión de consecuencias, y de acabar con la politización y el amiguismo.
Si los asuntos de un juez se retrasan siempre, si sus sentencias son sistemáticamente contradichas en apelación, el juez debe sufrir las consecuencias en términos de sueldo y de carrera profesional. Y el sistema legal debe revisarse para hacerlo menos garantista y más eficiente. El exceso de garantías simplemente sirve para que los que se puedan pagar un abogado caro eviten, por la vía de retrasarla, la justicia.
En este momento tan bajo, España debe elegir tocar fondo. El país se enfrenta a una elección transcendental, entre modernidad y peronismo. En una dirección está el bienestar, el trabajo duro pero con recompensa justa, la seguridad jurídica, las instituciones en las que podemos creer. En la otra está el dinero fácil para los que están conectados, el capitalismo de amigos en el que las ganancias son del que tiene contactos y las pérdidas de la sociedad en su conjunto. La elección es nuestra.
Luis Garicano es catedrático de Economía de la London School of Economics
http://www.elmundo.es/elmundo/2013/02/08/economia/1360359389.html
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