¿Puede el Ejército salvar a España?, ¿existen ambas cosas a día de hoy?, ¿existen todavía "los españoles" , como existen "los franceses", como existen "los canadienses"?, ¿merecen España y los españoles ser salvados de sí mismos?.
En justicia, esta España y estos españoles nos merecemos, más bien, lo que tenemos y lo que se adivina que vamos a tener. Los que no se lo merecen son nuestros hijos, sus hijos y sus nietos.
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Sólo el Ejército puede salvar a España
Por primera vez en la historia de España, un Gobierno avala la desaparición de la patria. La cobardía de Mariano Rajoy, su debilidad y tibieza con el insurreccionismo catalán empiezan a ser tan legendarias, que inevitablemente tenemos que acordarnos del adagio aristotélico aquel que justificaba la extirpación del mal menor para evitar que el mal mayor termine triunfando. De entrada, hay que salvar a España si tenemos conciencia de españoles y creyentes. Nunca en nuestra historia, ni siquiera en la II república, el número de traiciones al pueblo había sido tan alta. Los traicioneros podemos encontrarlos en todas las cotas del Estado aún representado. Todos ellos presumen de su mayor pedigrí democrático a medida que la descomposición de la patria es mayor. Ninguno de ellos parece tener conciencia del gigantesco desafío al que nos enfrentamos. La democracia española ha devenido cleptocracia y difícilmente un cleptómano, y mucho menos un traidor, puede tener legitimidad moral para imponer su autoridad.
No es extraño pues que a medida que la degradación de la casta dirigente es mayor, la sintonización de las Fuerzas Armadas con los sentimientos populares no haga sino crecer. Nos encontramos además ante la evidencia de que quien no sintoniza con los cuadros militares es el Gobierno y los políticos que nos han conducido al desastre. Solo un canalla o un advenedizo podría negar que la degradación de la situación española se presenta como dramática. En la calle empieza a estar firmemente instalada la urgencia de una solución correctora que permita regenerar una situación que solo puede empeorar si continúa en las mismas manos.
El ensayo democrático ha fracasado, la Constitución no funciona y esta clase política, mediocre, negligente y corrupta, carece de la suficiente y necesaria categoría moral para reconocer sus errores. En un ejercicio máximo de bienintencionalidad, podemos conceder a algunos miembros de la actual clase política el beneficio de creer en sus buenas intenciones, pero esas buenas intenciones quedan anuladas por compromisos y adhesiones a intereses partidarios que en la mayoría de los casos son contrarios a los de la devaluada clase media española.
Es imperio un nuevo y distinto Gobierno de amplios poderes, que disponga de las asistencias precisas para resolver con decisión el relanzamiento de nuestra economía, la reducción del paro, el separatismo, el sometimiento de la economía española a los poderes internacionales, la invasión extranjera y su incidencia en la vida cotidiana, en la seguridad ciudadana, la razonable reconducción del proceso autonómico y la reforma de la Constitución. Ahora bien, cuando nadie en el Estado parece desarrollar esa función, quizá sea la hora, no de apelar a congresos, partidos ni sindicatos, de los que nada decisivo puede ya salir, sino a las restantes instituciones del Estado.
La irresponsabilidad política ha culminado un triste proceso en el que forzosamente se obliga a intervenir a las Fuerzas Armadas. Resultaría elocuente en cualquier otra sociedad, sin las anteojeras de la española, que los separatistas ya solo temen la presencia de los militares en el camino que les conduzca a la independencia. Por consiguiente, si Rajoy fuera un estadista con apego al honor y al compromiso con el destino histórico de España, lo que tendría que hacer es conceder a los militares una gran libertad de acción para el uso de las facultades de arbitraje que la Constitución les otorga como solución correctora del proceso rupturista ya puesto en marcha. Pero no nos engañemos. Desde la muerte de Franco, a los políticos se les recomienda que eludan la tentación de apelar a las Fuerzas Armadas, reducidas al papel de ONG en exóticos países.
Por ello, ante la falta de compromiso del Gobierno con España y su continuidad como nación, se abre ante el pueblo español una disyuntiva: o un proceso que se precipite en la traumática liquidación del sistema institucional, por el empeño de mantener una inequívoca normalidad ‘democrática’ o la instauración de un cambio a la esperanza, que pasa por la inevitable fase regeneracionista del sistema.
El Ejército ha soportado con serenidad el acoso permanente, arbitrario e injusto de uno y otro bando en que parece estar dividida España; a un lado la derecha liberal, con los posfranquistas de cargo y nómina, arrepentidos desde que la losa funeraria certificase el paso de Francisco Franco a la eternidad; de otro, el marxismo, en sus distintas, útiles y eficacísimas versiones: el PSOE, los comunistas, los ‘antisistema’, los nacionalistas insurrectos, la goma dos y las pistolas.
Un día se exaltaba al Ejército hasta el empalago y al otro día, “ordeno y mando”, se cerraban las puertas de muchos acuartelamientos o se suprimían y derogaban muchos símbolos de signo histórico. Es la política que dictaba el consenso. El consenso ha sido como una colosal estafa, que servía para que los políticos hicieran y deshacieran a su antojo, mientras los militares se limitaban a obedecer y a rendir honores a sus compañeros fallecidos en absurdas misiones internacionales o a manos de la banda terrorista ETA. He aquí que nada de lo que nos aseguraron los políticos en 1978 ha valido, que estamos más inseguros y desunidos que nunca y que la democracia está desestabilizada, arruinada y desmoralizada, como España misma, en vista de lo cual, algunos oportunistas empiezan a decir lo que nosotros siempre hemos dicho.
El día de la historia es largo y quizá volvamos a serenar las cosas. Ese día, acaso Duran Lleida será ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de España y Enrique de Diego un egregio periodista perseguido como ayer, como anteayer, como siempre. Si quienes ahora lloran se hubieran detenido a escuchar a personas como Blas Piñar, como Utrera Molina, como tantos y tantos, con algo más de respeto, es posible que entre todos hubiésemos construido una democracia pacífica y laboriosa, libre y digna. Nos nos alegra tener la razón. Pero la teníamos. La tenemos. ¿Qué importa lo demás?.
Armando Robles
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